Bar Victoria -bocadillos-

bar victoria bocadillos m

Lo de bocadillos bajo el nombre –supuesto reclamo  turístico- me parecía fantástico, a pesar de que normalmente no los había, ni tampoco turistas.  Aquel pequeño bar con vistas a la plaza de España  esquinado con la calle del Consuelo se encontraba en el centro neurálgico del pueblo, frente a la gran plaza rodeada por  balaustras de piedra en tres de sus lados y, en el otro, a un nivel superior, los “poyos”, utilizados como asiento para observar el cuadrilátero ajardinado perfectamente delimitado por  setos regulares en forma trapezoide y  que culminaban en cuatro arcos de capitel en cada uno de los cuatro accesos. Los pasillos enlosados  transportan hacia el pilón, una fuente de piedra circular de cuyo centro emerge una pilastra coronada por otra de menor tamaño, de ésta cuatro caños vertiendo  agua, a chorros, incesante, y coronando todo el conjunto una gran bola del mismo material. En el interior de cada uno de los trapecios, rompiendo la geometría, a modo de pinceladas, majestuosos rosales de vistoso colorido y agradable perfume rubrican el lienzo que tuve frente a mi ojos, los primeros años.

 El pasado siglo, un dos de marzo, martes de carnaval -importante detalle-, mi padre pedía a los clientes que abandonasen el local y se diese aviso a la comadrona, nuestra vecina tres puertas arriba, porque mi madre tenía las primeras contracciones de parto.

De haber tenido conciencia hubiese esperado hasta después del miércoles de cenizas con el fin de evitar aquel mal trago;  la partera, curiosas y ayudantas disfrazadas con las más variopintas vestimentas,  harapos, refajos, y todo lo que habían desempolvado de los viejos baúles. Nada más terminar los dolores y una vez fuera, se reabrió el local a los clientes para hacer caja. Mi primera visión fue totalmente Almodovariana, y por supuesto que, entre tanto travestido, no conseguí distinguir la imagen de mi progenitor.

¿En qué mundo había desembarcado?

–Aún hoy mis amigos dicen que soy raro-.

El bar Victoria era también nuestro hogar, desde allí vi pasar -me consideraba un simple observador- los primeros años. No recuerdo ni entiendo exactamente cómo fue posible que siendo ya seis hermanos nos acomodáramos todos en aquel pequeño habitáculo, los mayores Manolo y Susi dormían entre sillas de formica marrón claro jaspeado, en principio eran 5 y luego aumentaron a 7 en reciprocidad al aumento de estatura; era fácil, se enfrentaban los culos de las sillas en número par, otra hacía las veces de cabecero y encima se extendía un colchón de pura lana virgen. La Pepi dormía sola por ser la mayor, los demás;  la Carmini, Carlos “Carlancho y yo dormíamos en la sala, que también hacía las veces de salón y comedor, en un colchón que encajábamos en el suelo junto a la cama plegable de mis padres, una maravilla de la ingeniería que con el tiempo fue mía.

A través de las rendijas de la puerta, cuando aún no había quitado los contrafuertes de madera que protegían los cristales o bien a través de éstos, observé y observé el gran escenario, el discurrir de las gentes arriba, abajo, el trasiego de jamelgos, el carro de la basura tirado por una mula, mujeres con  cestos de mimbre a la cabeza repletos de ropa con dirección al Helechal –que no tiene helechos-  que es el lavadero municipal, las aguadoras esperando turno para llenar los cántaros en la hoy restaurada fuente de los caños y, entre otros míticos personajes, Teresa Mordijuye,  a la que no puedo dejar de hacer mención pues cada día cruzaba por mi puerta arrastrando una de sus piernas y empujando aquel carromato que a duras penas aguantaba el peso del cargamento de barras de hielo o los rollos de películas que se iban a visionar el domingo siguiente en primera sesión y el posterior jueves en segunda, al heladero, al pregonero, al afilaor, al butanero, entre otros.

Todo pueblo que se precie de tal debe tener su “Pepeleches” y, por supuesto, como no podía ser de otro modo, el mío, con categoría de Villa, lo tenía. Vivía justo enfrente, era hijo del farmacéutico Don Juan, a la derecha una las casas señoriales la de Don Alfonso el médico, justo al frente, la gran fachada blanca del ayuntamiento que ocupa en su totalidad el lado derecho con la torre del reloj que culmina con el pararrayos, al fondo la gran balconada con arcos y debajo los soportales, refugio y lugar de encuentro para juegos de los otros niños al salir de las escuelas, continuando el cuadrilátero hacia la izquierda una moderna casa de cuatro alturas, que en su planta calle poseía el único escaparate hasta el momento, hacía las veces de tienda tipo rastro, Don Amaro el practicante, la casa de Don Carlos  de cuya fachada cuelga un escudo en piedra ribeteado con diez cabezas de moros a modo de trofeo, y la retahíla de bares, el de Diego Batalla, forofo atlético, justo encima en el primer piso la discoteca de Tomás, el de los Pajotes, el de Trebejo cuya fachada estaba totalmente abaldosinada , y después el de Cirilo que también regentaba “el baile” donde se celebraban  bodas. Entre los habituales al Victoria,  Pepe Erre, consumidor diario de chatos, Don Alejandro Audije sólo domingos y fiestas de guardar, un botellín, al igual que El señó Tomás, el zapatero.

Los bares de alrededor de la plaza instalábamos en la calle, durante los meses de verano, mesas y sillas como  terrazas, algunos turistas despistados que se dirigían hacia el monasterio de Guadalupe efectuaban una parada de avituallamiento, este hecho me proporcionaba mucha información, por ejemplo el contacto con otros idiomas, sobre todo franceses. En una ocasión un matrimonio y una niña de color -negro- se sentaron en una de las mesas, era la primera vez que veía al natural alguien negro y he de decir que me sorprendió aquella visión, vestían incluso elegantes, no eran para nada como se les veía por la tele, descalzos, semidesnudos y hambrientos, o como en la serie  de kunta kinte “Raíces”. Pero lo que más llamó mi atención fue que hablaban alemán, lo sabía por las películas de nazis, en el caso del matrimonio podría ser lógico pero… y la niña. ¿Cómo podía haber aprendido alemán si sólo tenía tres o cuatro años y, además, era negra? Yo suponía que todas las personas hablaban español y no entendía por qué extraña razón hablaban un segundo idioma, ésta y otras incógnitas me decidieron a emprender la huida.

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