Dice mi Madre

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Era mi madre –la andaluza-, por entonces, una señora que no tenía tiempo para envejecer, poblaba su no muy espesa cabellera, además de un gran ingenio para mantenernos alimentados y vestidos, pelo corto moreno fino, su suave piel sin vello -para envidia de las demás-  olía a puchero, a natillas y a arroz con leche. Siempre arremangada, colgaba sobre su cuello, y anudado a la espalda,  un mandil a cuadros azul o verde, haciendo juego con las cortinillas del aparador, con bolsillos donde escondía la llave de la despensa.

Recuerdo que, en aquella época, sus mejillas me eran inaccesibles, no resultaba fácil darla un beso porque siempre estaba ocupada, de pie, no se sentaba porque no tenía tiempo sino para comer, o coger al más pequeño entre sus poderosos brazos, –para envidia propia- desabrocharse la blusa, y amamantarle; primero un pecho, después el otro.

Cuando despertábamos, hacía tiempo que ella estaba en la cocina frente a  grandes perolas de porcelana, hirviendo leche, azuzando el fuego al cocido, las lentejas o los habichuelos, que eran el pan nuestro de casi todos los días, a veces, patatas con huesos, y otras, las menos, un plato de filetes con huevos fritos, sin ajetes o cebolleta, ni tampoco pasados por agua; ésos solo los come uno cuando es padre. Según reza el refrán y según dice mi madre “Cuando seas padre comerás huevos”.

-Mi mama –sin acento en la a- me mandaba a los recaos para lo cual estaba, y estoy, dispuesto.-Dice mi madre que se lo apunte. -Le decía yo al tío Francisco el del comercio de la esquina, tirando parriba por la calle del Consuelo, o al de los ultramarinos, o al tío Carrasco, o al tío Marica –el del café cubano-.

-Dice mi madre que esta tarde no puedo venir a la escuela porque tengo que ayudar en casa. –Le decía a doña Tili la de religión, o a doña Inmaculada la de música y plástica, o a don Alonso, o a doña Consuelo-  Yo sólo podía asistir a clases consideradas importantes: lengua, matemáticas, historia, ciencias y, a veces a francés, no siempre.

“Dice mi madre” se convirtió en mi genio de la lámpara maravillosa, en la todopoderosa frase con la que conseguir aquellas cosas que creía necesitar; iba donde lo vendían y: -dice mi madre que se lo apunte-.  En excusa para hacer novillos –dice mi madre que no puedo venir mañana, o esta tarde-. En mi escudo protector –dice mi madre que te vas a enterar cuando te pille-.

A ella acudíamos para que nos quitase las lombrices, esa era otra de las pocas ocasiones en las que, sobre una pequeña y desvencijada silla de enea, se sentaba; nos bajábamos los pantalones, o la Carmini se subía la falda, y nos dejábamos caer sobre sus poderosas piernas, boca abajo, con el culo en pompa, ella cuidadosa, con un imperdible o una horquilla nos aliviaba aquel escozor insoportable.

En otras ocasiones acudíamos a mama – sin el artículo la- para que nos aliviase los sabañones con algún ungüento  refrescante, para tomarnos el calcio 20, que según decían era bueno para fortalecer los huesos, o para ver cuál de nosotros reunía el valor suficiente para sustraerle temporalmente la llave de la bodega donde guardaba los dulces y, constantemente, unos tras otro para preguntarle ¿qué había de comer?

 –Arroz y gallo muerto, o, -Si tienes hambre cómete la lengua, la tienes en la boca.

Hoy día, mi madre –la Enriqueta- dice que no tiene tiempo, quizá debido a que no encuentra alivio para los dolores de huesos consecuencia de las enfermedades que le han tocado en suerte; entre otras, la autoimpuesta soledad, de quién no quiere ser una carga para los demás, y, de quién es conocedora de su genio.

Ojalá pudiese, con una horquilla o un imperdible, aliviarla ese insoportable “rescozor” -Una madre es para nueve hijos, pero nueve hijos no son para una madre –dice mi madre-.

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